Un boletín anarresti

por Guillermo Schoning García para Otros Futuros desde la Cuenca de la Independencia

julio 2025

Abel cumple 46 en una semana, si Dios le da licencia dice, y ha perdido casi por completo la vista. Es diabético e hipertenso. Hace un año que las arañas que nublaban su visión crecieron y terminaron por hacer una gran maraña que lo cubre todo. Sus papás, que también son recicladores, aún se valen por sí mismos pero doña Luz tiene tos crónica y don Cleto sordera. Ellos ya son bisabuelos. El optometrista de Aguascalientes que atiende en esta sala del Instituto Mexicano del Seguro Social hace preguntas. Sólo cinco años cotizando pensión tuvo usted. Entonces lo suyo fue una diabetes juvenil. El doctor tiene un maletín de cuero lleno de lentes pero no usa ninguna de sus herramientas. Mueve la mano frente a Abel para saber dónde ve todavía. Son testigos de esta conversación el Cristo ensangrentado con los ojos perdidos en el marco a mi lado y una serie de catres blancos con verde que me hacen pensar irremediablemente en la guerra. Esta es mi primera semana completa en Dolores.

¿Sí percibe que es de día usted? Ojalá le haya tocado todavía modalidad cuarenta porque lo que hicieron con nosotros los mexicanos es una chingadera. Estoy presenciando esta conversación a una distancia prudente y pienso que hay una forma de la oscuridad que todavía no me imagino. Cuántas veces habré visto este ejercicio. Un doctor frente a mi compañero tratando de mapear la nada en su mirada. Cuántos años tuvo Abel para evitar esto. ¿Pudo evitar esto? ¿Cabe la culpa en esto? Pienso en la coca cola con huevos crudos que se tomaba para manejar el tráiler por la Rumorosa, para no quedarse dormido y despeñarse. Abel y sus compañeros descolgándose en estos aparatos gigantes entre una sierra nevada haciendo retumbar las piedras. Cuántos años movió toneladas de bebida azucarada de un lugar a otro en su tiempo trabajando para Pepsi. Abel dice que más bien le dio diabetes cuando casi se mata en el helicóptero o cuando vio morir a su compañero al que se le quedó amarrada una barra de dinamita en la pierna en esos días de nieve. Un jovencito del semidesierto, de la tierra del sol y su pueblo adorado tapado hasta la cintura de estática fría. Esos fueron sus años de la sísmica en Casper, Wyoming, viajando entre un trabajo y otro con bigote orgulloso ¿Es peor perder la vista porque toda nuestra comida está hecha de azúcar refinada o por el susto mortal rutinario que implicaba ganarse la vida?

El doctor ha terminado. Yo no puedo hacerles la constancia que buscan porque no tengo cédula, no trabajo aquí, yo solo vengo a ayudar. Déjeme ver qué puedo hacer, dice mientras se levanta con dificultad porque además de que es mucho mayor que Abel, el doctor tiene una pierna hecha de metal. El director en turno es un joven de playera colorida que bebe de un termo gigante mientras escucha las palabras del doctor. Mire pues este es mi diagnóstico dice el optometrista y le extiende la hoja con una letra naturalmente ininteligible que termina con las palabras: tratamiento, no hay tratamiento, y dicen que necesitan un certificado. Van julio 2025 a tener que ir al DIF porque si el señor no es asegurado no le podemos ayudar. Tengo que intervenir. Mire es que venimos solo por el certificado de discapacidad para que pueda recibir algún apoyo del gobierno. Yo sé que Abel escucha todo aunque el doctor, el director y yo hablemos desde el pasillo. ¿Qué hicimos? ¿Qué sentido tiene este trámite cuando cualquiera puede constatar que Abel no ve? No les puedo ayudar, lo siento ¿Quién mentiría sobre esto? Hice lo que pude, me dice el optometrista mientras me pone una mano al hombro o más bien en la espalda ¿Cuándo construimos este mundo en el que alguien puede quedarse ciego y tener que caminar a tientas porque los demás siempre tienen otra cosa que hacer? ¿Cuándo hicimos de la salud, la comida, la vida, algo secundario? ¿Por qué hicimos que este mundo se tratara de otra cosa que no fuera cuidarnos? Abel y yo caminamos fuera del IMSS ¿Qué sostiene a esta forma que escogimos para el mundo? ¿Qué otra puede haber?

Es domingo y estamos aquí en un patio nublado en donde retozan los gatitos y con cada ventarrón caen las vainas del mezquite. Azotan en la lámina de la camioneta desvalijada, en el suelo, en la única mesa de plástico al centro. Las brisas de septiembre se anuncian en estos últimos días de julio. El año ha madurado y de su abultada juventud corren afluentes donde por cinco años hubo sólo zanjas. En un extraño Dolores reverdecido al que volvieron los ahogados y los anfibios el cielo está tapado aunque ya van a dar las diez. Ha concluido esta asamblea extraordinaria de la Unión de trabajadores de desechos sólidos industrializables Lázaro Cárdenas del Río y cada punto de la agenda quedó resuelto. El grupo acepta la solicitud de adhesión de María Celia, que, cansada de los abusos del líder de su grupo decidió venirse a uno donde sí hay respeto. Donde no le van a arrebatar las bolsas de material en el relleno sanitario. María Magdalena también fue aceptada aunque su marido decidió no unirse. Ya saben que a él le gusta echarse sus tragos y como aquí no dejan estar tomando en el trabajo ni en las reuniones que mejor ya no. Pero yo sí, yo sí estoy comprometida. Lidia conduce los puntos y Abel resuelve. Doña Luz tomó lista y recibió las aportaciones. Si dios me hace el milagro de devolverme la vista. Cuando Dios me haga el milagro, dice Abel a veces cuando hablamos del futuro. Ya ha escuchado de varios doctores que no hay vuelta atrás. El otro día empecé a llorar y no pude parar no sé por qué. Es que es muy duro lo que estás viviendo Abel. Sí pues por eso digo que tengo que ver a la psicóloga, yo a veces pienso que sí estoy deprimido. Y yo sé muy bien que antes de quedarse prácticamente ciego dijo que no querría vivir si no podía ver.

Ha concluido la reunión pero falta un último punto, uno que anunciamos a las ocho de la mañana del miércoles cuando Abel y yo llegamos a las afueras del relleno sanitario y todos los compañeros salieron a nuestro encuentro. En otro viento a contraluz Abel explicó que en la asamblea del domingo iría el muchacho que se accidentó hace un mes a pedir el apoyo para sus gastos médicos y operaciones. La señora Blanca entra en el patio empujando a su hijo en una silla de ruedas, con un grupo reducido de familiares detrás. El joven tiene 24 años y además de múltiples fracturas y lesiones perdió una pierna cuando un reciclador del otro grupo salió borracho manejando y lo embistió con su camioneta. Entre el aire ligero que llega de julio 2025 la cañada los recicladores llenan el vasito de plástico con sus aportaciones. Algunos dan lo que ganan en una semana. Algunos más. Todos se solidarizan con un chico al que la mayoría no conocía en persona antes de esto. Don Benito y doña Mariana trajeron despensas. Y diez niños y niñas entienden qué es lo que pasa. Tomamos una foto donde salen todos, los niños, los recicladores, los gatitos. La solemnidad de la atmósfera se ha disuelto y ahora lo que nos queda es todo por hacer.

Mariana y Benito guardan sus materiales en una covacha en la cima de un cerro de treinta años de basura. Justo a la mitad de un pequeño vecindario de lonas y barcinas, Benito ha construido un techo y una casita para que Mariana tenga sombra mientras termina de separar los residuos. Pone aparte los zapatos, que reparan y venden en el tianguis o que venden por kilo de suela para el horno de la ladrillera. Se quedan también en un montoncito todas las botellas de agua que todavía tienen un traguito porque con esos chorritos riegan un pino limón en una maceta de lata de chiles. Lidia maneja a diario la moto en la que perdió la vida su marido. La fue a sacar del corralón y la reparó entre lágrimas. No tiene treinta años y desde que Abel perdió la vista se ha echado a cuestas a la organización. Bryan el nieto de Abel tiene 8 años, precisamente la edad en la que su abuelito empezó a trabajar en el basurero, cuando encontró que mucha comida en la basura estaba buena no solo para alimentar a los chivos sino a su familia que estaba pasando hambre. Tiene la misma cara de astucia, el mismo brillo en la voz que Abel pero no deja la escuela y su maestro le enseñó el himno en hñahñu. Y Abel. Abel que tuvo que romperse por completo para aprender a cuidarse, que aún no sabe muy bien cómo ver por sí mismo. Abel, que piensa en la muerte y que ha pasado año y medio en la penumbra, pero que no puede pasar un minuto sin pensar en sus compañeros, que sigue aventándose a tientas a construir algo mejor, algo mejor que esto.

Porque lo hemos hecho todo mal. Hemos construido esta gran pesadilla que pasa por sobre la gente como una moledora de carne y le quita las piernas y los ojos y la vida y le arranca a pedazos la única oportunidad de vivir sobre esta tierra a cada persona de alguna puta manera. Desertar del orden, rehuirle, concentrarse en lo que sirve, quemarlo todo. Qué basta. Qué puede bastar. Quizá puede bastar que en los linderos de este infierno, precisamente entre quienes casi todo el mundo prefiere ignorar, vive esto. Y si esto marcha, si esto sigue avanzando, no se ha perdido nada. Aquí, en el semidesierto florecido brota el agua de nuevo en una cuenca que se creía abandonada al polvo y en la cumbre de un paisaje desolador, entre una tormenta perpetua de sol y plástico, crece un árbol bajo el amparo de la terca idea de que todo esto vale la pena.

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Manifiesto: Una crisis de la imaginación.